Contexto: Diego está revisando los dibujos de Gabriel, tratando de encontrar respuestas en ellos. Mientras observa un cuaderno en particular, recuerda una lección aparentemente sencilla pero profundamente significativa que Gabriel le enseñó sobre las pequeñas cosas que sostienen tanto al arte como al amor.
Diego estaba sentado en el suelo del estudio, rodeado de cuadernos de dibujo abiertos como si fueran piezas de un rompecabezas que intentaba armar. Cada página contenía algo distinto: paisajes, figuras humanas, objetos cotidianos. Algunos dibujos eran detallados y minuciosos; otros eran apenas esbozos, como si Gabriel hubiera empezado a capturar una idea antes de dejarla en pausa.
Sus dedos se detuvieron en una página con una ilustración de una taza rota. La taza estaba dibujada desde varios ángulos, con sus grietas detalladas y fragmentos dispersos a su alrededor. Diego la reconoció de inmediato. Era la misma taza que Gabriel había usado en el estudio, aquella que se había caído una tarde mientras trabajaban juntos.
El recuerdo se abrió paso como una ola.
Era una tarde lluviosa, y el estudio estaba impregnado del olor a tierra mojada que llegaba desde afuera. Gabriel estaba concentrado en un dibujo, con su taza de café en el borde de la mesa. Diego la había movido accidentalmente con el codo, y la taza cayó al suelo, rompiéndose en pedazos.
—¡Lo siento! —dijo Diego, inclinándose rápidamente para recoger los fragmentos.
Gabriel no dijo nada al principio. Solo se agachó junto a él y comenzó a recoger los pedazos más grandes.
—No importa —dijo finalmente, con un tono tranquilo—. Es solo una taza.
Diego dejó escapar un suspiro de alivio, pero no pudo evitar notar cómo Gabriel sostenía uno de los fragmentos con cuidado, examinándolo como si fuera algo valioso.
—¿Por qué la miras así? —preguntó Diego, confundido.
Gabriel se levantó y puso los fragmentos sobre la mesa. Luego, tomó un lápiz y comenzó a dibujar la taza rota, incluyendo cada grieta y cada pedazo con una precisión casi obsesiva.
—Porque incluso las cosas rotas tienen historias que contar —respondió sin apartar la vista del papel—. A veces, las grietas son más interesantes que la superficie perfecta.
Diego se quedó en silencio, observándolo trabajar.
—Pero está rota. Ya no sirve para nada.
Gabriel dejó el lápiz y lo miró con una leve sonrisa.
—¿Quién decide eso? Tal vez ya no sirve para contener café, pero todavía puede contener un significado. Las grietas son un mapa de lo que le ha pasado, de dónde ha estado.
Diego frunció el ceño, tratando de procesar lo que decía.
—¿Está diciendo que las cosas rotas son mejores que las nuevas?
—No mejores —corrigió Gabriel—. Pero sí más interesantes. Más reales.
Gabriel tomó uno de los fragmentos y lo sostuvo frente a la luz.
—El arte, como el amor, no se trata de perfección. Se trata de las historias que se quedan con nosotros, incluso cuando algo parece roto.
De vuelta en el presente, Diego miró el dibujo de la taza en el cuaderno. En ese momento, se dio cuenta de que Gabriel no había dibujado la taza rota solo por curiosidad. Era un mensaje, una lección sobre cómo el arte y el amor estaban hechos de las mismas piezas: fragmentos, imperfecciones, y una capacidad infinita para contener significado, incluso después de haber sido rotos.
Diego cerró los ojos y dejó que el recuerdo lo envolviera.
«Incluso las cosas rotas tienen historias que contar.»
En ese momento, algo dentro de él comenzó a sanar.