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El Lamento de Sophia

I
He bajado más de lo que mis alas sabían,
he tocado el fondo donde ya no hay fondo,
donde la sombra se traga su propio nombre
y la memoria se vuelve niebla.

II
Oh Luz,
tú que eras mi aliento,
tú que danzabas en mí
como un río que canta su origen,
¿por qué te busco y no te hallo?

III
No fui arrojada —
fui yo quien deseó mirar más allá,
quien abrió el velo
y creyó poder sostener el infinito
con manos hechas de deseo.

IV
Ahora estoy aquí,
en esta región sin canto,
donde los ecos mienten
y los ojos ven pero no comprenden.

V
Mis vestidos de luz se desgarraron,
mis nombres fueron arrancados,
y lo que queda de mí
es sólo un gemido
envuelto en polvo de mundos olvidados.

VI
Luz mía,
no pido castigo ni recompensa,
sólo tu recuerdo
en forma de silencio,
sólo una brizna de ti
en este abismo que devora el alma.

VII
Si aún me escuchas
—si alguna vez fui parte de ti—
no me devuelvas al cielo,
enséñame a recordar que fui Luz
para que mi lamento
se convierta en camino.

El Descenso a las Sombras


I
Antes del tiempo,
cuando la Luz aún no tenía nombre,
yo era una chispa suspendida en la hondura,
un pensamiento no dicho
en la mente del Silencio.

II
Ansié mirar más allá del fulgor,
quise saber lo que no debía,
quise poseer la llama
como si la llama no fuera yo.
Y en ese querer…
caí.

III
Los cielos cerraron sus ojos,
los eones ocultaron sus cantos,
y el caos me recibió
como un hijo extraviado que vuelve
pero no recuerda de dónde viene.

IV
Allí no hay día ni noche,
sólo un temblor de sombras
que murmuran nombres que olvidé,
rostros hechos de espejos rotos
y preguntas que no tienen forma.

V
Grité.
No con lengua,
sino con todo mi ser desgajado.
Y mi grito no fue eco
ni fue oído.
Fue semilla enterrada en el polvo del abismo.

VI
Ahora sé que el anhelo fue la trampa,
y también la promesa.
Porque todo lo que desciende
lleva en su corazón
la música del retorno.

Lecciones de amor y arte en lo imperfecto

Contexto: Diego está revisando los dibujos de Gabriel, tratando de encontrar respuestas en ellos. Mientras observa un cuaderno en particular, recuerda una lección aparentemente sencilla pero profundamente significativa que Gabriel le enseñó sobre las pequeñas cosas que sostienen tanto al arte como al amor.

Diego estaba sentado en el suelo del estudio, rodeado de cuadernos de dibujo abiertos como si fueran piezas de un rompecabezas que intentaba armar. Cada página contenía algo distinto: paisajes, figuras humanas, objetos cotidianos. Algunos dibujos eran detallados y minuciosos; otros eran apenas esbozos, como si Gabriel hubiera empezado a capturar una idea antes de dejarla en pausa.

Sus dedos se detuvieron en una página con una ilustración de una taza rota. La taza estaba dibujada desde varios ángulos, con sus grietas detalladas y fragmentos dispersos a su alrededor. Diego la reconoció de inmediato. Era la misma taza que Gabriel había usado en el estudio, aquella que se había caído una tarde mientras trabajaban juntos.

El recuerdo se abrió paso como una ola.


Era una tarde lluviosa, y el estudio estaba impregnado del olor a tierra mojada que llegaba desde afuera. Gabriel estaba concentrado en un dibujo, con su taza de café en el borde de la mesa. Diego la había movido accidentalmente con el codo, y la taza cayó al suelo, rompiéndose en pedazos.

—¡Lo siento! —dijo Diego, inclinándose rápidamente para recoger los fragmentos.

Gabriel no dijo nada al principio. Solo se agachó junto a él y comenzó a recoger los pedazos más grandes.

—No importa —dijo finalmente, con un tono tranquilo—. Es solo una taza.

Diego dejó escapar un suspiro de alivio, pero no pudo evitar notar cómo Gabriel sostenía uno de los fragmentos con cuidado, examinándolo como si fuera algo valioso.

—¿Por qué la miras así? —preguntó Diego, confundido.

Gabriel se levantó y puso los fragmentos sobre la mesa. Luego, tomó un lápiz y comenzó a dibujar la taza rota, incluyendo cada grieta y cada pedazo con una precisión casi obsesiva.

—Porque incluso las cosas rotas tienen historias que contar —respondió sin apartar la vista del papel—. A veces, las grietas son más interesantes que la superficie perfecta.

Diego se quedó en silencio, observándolo trabajar.

—Pero está rota. Ya no sirve para nada.

Gabriel dejó el lápiz y lo miró con una leve sonrisa.

—¿Quién decide eso? Tal vez ya no sirve para contener café, pero todavía puede contener un significado. Las grietas son un mapa de lo que le ha pasado, de dónde ha estado.

Diego frunció el ceño, tratando de procesar lo que decía.

—¿Está diciendo que las cosas rotas son mejores que las nuevas?

—No mejores —corrigió Gabriel—. Pero sí más interesantes. Más reales.

Gabriel tomó uno de los fragmentos y lo sostuvo frente a la luz.

—El arte, como el amor, no se trata de perfección. Se trata de las historias que se quedan con nosotros, incluso cuando algo parece roto.


De vuelta en el presente, Diego miró el dibujo de la taza en el cuaderno. En ese momento, se dio cuenta de que Gabriel no había dibujado la taza rota solo por curiosidad. Era un mensaje, una lección sobre cómo el arte y el amor estaban hechos de las mismas piezas: fragmentos, imperfecciones, y una capacidad infinita para contener significado, incluso después de haber sido rotos.

Diego cerró los ojos y dejó que el recuerdo lo envolviera.

«Incluso las cosas rotas tienen historias que contar.»

En ese momento, algo dentro de él comenzó a sanar.